jueves, 2 de junio de 2011

LUGAR Y SONIDO


Entorno sonoro.


Dentro del ámbito que abarca nuestra escucha cotidiana, ¿cuántos sonidos provienen de la naturaleza y cuántos se deben a la civilización o a la tecnología? El fenómeno sonoro tal cual lo entendemos hoy es indisociable de la tecnología. Baste considerar la importancia de aquella que permite hacer el registro sonoro o la que reproduce esa grabación para ser escuchada. Sin una ni la otra la relación del hombre con el sonido no sería la misma. Lo que caracteriza los artefactos para grabar o reproducir sonido es, precisamente, el estar diseñados para el sonido, como es el caso del teléfono, grabadoras, radios, televisores, etc. los que generalmente se orientan a la escucha de la voz humana y la música en la cotidianidad.

De un modo parecido, hay otros artefactos cuya función radica en la capacidad de sonar pero que a diferencia de aquellos que son de uso habitual están hechos para sobresaltar, para avisar y alertar algo. Es el caso de las alarmas cuya función se reduce a sonar en el momento preciso en que ocurre o debe ocurrir algo. Lo mismo para los relojes o timbres. Las alarmas vienen a ser marcas sonoras que irrumpen en el tiempo cotidiano, nos hacen poner la atención en algo urgente, son las llamadas de lo que no puede esperar. En este caso el sonido opera de manera indisociable del estar alerta mediante el aviso de algo que no vemos, tal como ocurre con el timbre con el que avisamos nuestra presencia marcando nuestra llamada.

Sin embargo, a diferencia de estos objetos que están definidos por su función sonora hay innumerables aplicaciones tecnológicas que no han sido pensadas para sonar y que, aún así, una vez que son puestas en funcionamiento es inevitable que las escuchemos. Es el caso del sonido de los motores presentes en juguetes, artefactos domésticos, herramientas, vehículos, industrias, etc. En este caso el sonido no nos llama la atención por avisarnos de algo en particular, nos es indiferente pues no indica nada con urgencia ni tampoco nos transmite información. El sonido es un exceso, un residuo, de la función de dichos artefactos. Se trata de un sonido continuo, sin referencia en la naturaleza y cuyos orígenes se remontan a mediados del siglo XVIII, en los comienzos de la industrialización y sobre todo con el desarrollo de la energía eléctrica y el uso de combustibles fósiles. Desde la invención del motor y la electricidad se ha producido un cambio radical e irreversible en el entorno sonoro del hombre. Este cambio que parte con las primeras máquinas, los motores a vapor y las primeras industrias marca la evolución de los entornos sonoros hacia una extendida uniformidad a escala global y cuyo referente principal es el rumor sonoro de la gran ciudad. El murmullo de la ciudad, el continuo sonoro urbano, es la expresión sonora de la complejidad moderna. La ciudad como lugar habitado tiene una sonoridad propia articulada a partir de múltiples fuentes sonoras (motores, pavimento, música, alarmas, industrias, etc.) que se funden en un continuo sonoro resultado de la evolución humana, tal como en la naturaleza lo es el viento, el río o el mar.


Identidad: patrimonio y proyecto.


En algunas personas que provienen de una ciudad compleja y llegan a zonas poco urbanizadas es común sentir sueño y cierto desasosiego ante la ausencia del continuo sonoro de la gran ciudad. Es lo que afirman quienes llagan, por ejemplo, de Santiago a Curacautín, sintiéndose en cierta manera afectados también por el verde de los árboles, pero sobre todo por el silencio omnipresente. La habituación o extrañeza ante determinados estímulos sonoros nos habla de la pertenencia a un ámbito sonoro específico y de la capacidad de identificar lo extraño en lo familiar. Esto queda claro en la diferencia entre urbano y rural pero también al interior de la ciudad misma, pues la ciudad es en sí el espacio de las diferencias y la complejidad. Es un trazado físico-territorial donde se da cita la diversidad y por lo tanto podemos encontrar diferencias al interior de esa sonoridad homogénea, dependiendo del lugar en que nos encontremos y lo atento que estemos a los sonidos del entorno próximo.

La identidad es indisociable del modo de habitar un lugar y por tanto posee un carácter evolutivo, pues la experiencia no sólo involucra la memoria sino que está inmersa en el dinamismo que conlleva las transformaciones del entorno. La identidad no es sino el resultado de la tensión que se establece entre una memoria sonora y una escucha futura o proyectada. Es un proceso dinámico tanto en las periodicidades cíclicas de cada día o de cada estación, como en la progresiva evolución social y espacial de un lugar. (R. Atienza, Ambientes sonoros urbanos: la identidad sonora. Modos de permanencia y variación de una configuración urbana. Centro virtual Cervantes: cvc.cervantes.es). De este modo la identidad se entiende a partir de dos orientaciones: una derivada del recurso a la memoria y el pasado y otra proyectada desde el presente al futuro.

A pesar de la penetración avasalladora y homogenizante de la globalización en todo el orbe, es innegable -y altamente valorada- la identidad patrimonial como la diferenciación más clara de los distintos entornos sonoros, especialmente a escala local. En la identidad patrimonial hay hitos sonoros que son rápidamente reconocidos por el colectivo al que pertenecen. Se trata de elementos sonoros característicos del lugar y que se pueden distinguir sin dificultades, pues hablan de un contexto preciso, de una memoria compartida en un territorio. Tal es el caso de las señales sonoras que marcan la temporalidad del lugar, como la sirena de una fábrica o las campanas de la iglesia, o el paso del tren.

Frente a esta forma de identidad Patrimonial surge otra que podríamos llamar identidad Ordinaria, la cual deja de estar referida a un contexto específico y se vincula con otros espacios y otros momentos caracterizando configuraciones urbanas genéricas. Más que describir lo propio de un lugar la identidad ordinaria permite ver analogías y divergencias entre diferentes formas de habitar y su campo por excelencia es la gran ciudad. Con ello se llega casi invariablemente a una concepción de la identidad como la pertenencia a un mundo complejo y global, donde el margen último lo da el planeta, una complejidad específica e indiferenciable en los sonidos urbanos, por ejemplo, de un extremo a otro del mundo, como la escucha en los aeropuertos, el metro, los centros comerciales, hospitales, escuelas, etc.

Para entender esto hay que comprender que hablar de identidad no significa únicamente hacer referencia a rasgos específicos de una cultura o cualidades de un pueblo en un determinado momento histórico. La identidad es eso y mucho más y no puede reducirse a la enumeración de elementos sonoros compartidos o propios de un lugar o comunidad. Por el contrario la identidad vive en la inestabilidad de esos elementos, en la problematización constante y reflexiva de los vínculos entre cada uno de esos elementos con lo contemporáneo (procesos tecnológicos, económicos y socioculturales globales). La identidad es reflexión, es un proceso y no un resultado, una exploración y no una descripción, una búsqueda y no una adscripción, una tensión entre lo que se dice que se es y lo que realmente se es. Mediante el arte se pone en juego la problematización de la identidad y de aquello que somos apelando a distintos lenguajes y medios, experimentando en lo temporal y espacial. En el caso del sonido esta reflexividad pasa primero que nada por una escucha atenta no solo de nuestro entorno sonoro inmediato sino que también de aquellos lugares donde los sonidos nos son menos familiares.


Dar a oír.


Geo 44.11 no es la culminación de un proceso creativo o investigativo, sino todo lo contrario, es el comienzo de un recorrido a través del arte en un contexto amplio, donde la experiencia local forma parte de un entramado global complejo y abierto cruzado por cambios a nivel de la tecnología, las comunicaciones, el mercado, la política, el arte, etc. En los márgenes que establecen estos cambios resulta apropiada la detención para ver(se) y escuchar(se) con tal de afrontar los nuevos escenarios y complejidades del mundo y, quizás, participar de ellos de manera más consciente.

La posibilidad de operar en la identidad de un lugar desde el sonido se ajusta al sentido de comunicar ese lugar desde su relación con lo sonoro. Para hacer evidente esta relación se recurre al lenguaje artístico interviniendo el espacio con medios sonoros. En este sentido resulta necesario preguntarse por la acogida que ofrecen los espacios culturales institucionales a propuestas donde prima lo sonoro. La tecnología permite sobrellevar hasta cierto punto las carencias en espacios que nunca fueron pensados para ese tipo de trabajos, ni siquiera como contendores o propiciadores de una sonoridad específica. Entonces, ¿Cuál es la vinculación de estos espacios culturales, institucionales con el entorno sonoro próximo? ¿De qué manera la arquitectura de estos espacios se abre a las posibilidades de una sonoridad específica? Preguntas difíciles de responder al constatar que en la arquitectura, como en casi cualquier actividad humana, lo sonoro ocupa una ínfima parte de nuestra atención si se compara con la vista. Aún así, hay preguntas que surgen en el fenómeno sonoro no tanto como un lenguaje específico, con mayor o menor autoreferencia como disciplina artística sino más bien como una apertura, una posibilidad de ampliar el orden de sentido compartido y proyectado por una sociedad.

Patrick Medina Q.

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